¿Quién decide cuando la vida merce la pena ser vivida? ¿Cuál es el punto en el que el dolor es tal que el hombre decide que es mejor no vivir? ¿Hay un baremo objetivo para medir un poco de dolor, mucho dolor y el dolor insoportable? Parece ser que sí, ya que el Gobierno, ese nuevo dios de los sin Dios, se ha eregido en potestad legítima para decidir cuando vivimos y cuando morimos. En efecto, tras el anuncio de ese ser diabólico de nombre Rubalcaba de que en marzo tenemos una ley de muerte digna, se ha abierto un oceáno donde el Estado se convierte en dueño y señor de nuestras vidas.
Para empezar, sólo la vida puede ser digna, pues tan sólo es aplicable tal adjetivo a seres vivos que se comportan como tales: por ejemplo, una leona que caza es una digna leona, una rosa con un olor capaz de encender nuestras pasiones es digna de su nombre, un hombre trabajador y amante de su familia es un hombre digno de ser llamado como tal. Ahora bien, la muerte es muerte y la dignidad de la misma depende del comportamiento en vida de la persona que muere, no de la manera de morir.
Pero dejando atrás las disquisiciones lingüísticas, el endiosamiento del Estado revienta desde dentro la autonomía del ser humano. Alguno creerá que exagero, cuando en realidadcuando en realidad me quedo corto. Y es que, con la nueva ley, uno puede decir que quiere morir, pero en última instancia esa decisión no será de la naturaleza como hasta ahora, ni siquiera del propio individuo que decide morir, sino del Gobierno que es el que permite que la decisión del individuo se lleve a cabo o no.
Pero es que, además, esa decisión del individuo puede estar viciada por el propio dolor. Quien ha sufrido una enfermedad grave sabe que hay momentos muy duros en la desdicha que pueden provocar una ceguera provocar una negrura total del ánimo. Pero también saben que ese momento de oscuridad puede pasar. ¿Y que hacemos con todos aquellos a los que matemos porque en un momento de desesperación puntual han decidido dejar de vivir? ¿Hará el Gobierno todopoderoso una ley que permita resucitar a nuestras familias?
Para rematar la faena, el Gobierno dice que será para los casos de enfermos muy graves, cuya recuperación es inviable. Sin embargo, ¿quién decide esa situación? Pues sí, el Gobierno, que ha conseguido, por fin, el baremo objetivo del dolor: el Zapaterómetro, un sistema infalible que decidirá si sufre más el comatoso que el tetrapléjico; el quemado que el sordomudo y ciego; o el infartado que el suicida sin trabajo cuya mujer le engaña con su mejor amigo. Pobrecitos, no se dan cuenta de que ese endiosamiento acabará como aquella reunión familiar en la que cada cual pedía de beber una cosa distinta hasta que el camarero se cansó y exclamó: Coca cola pa’ tos.
Lester Burham
Pero dejando atrás las disquisiciones lingüísticas, el endiosamiento del Estado revienta desde dentro la autonomía del ser humano. Alguno creerá que exagero, cuando en realidadcuando en realidad me quedo corto. Y es que, con la nueva ley, uno puede decir que quiere morir, pero en última instancia esa decisión no será de la naturaleza como hasta ahora, ni siquiera del propio individuo que decide morir, sino del Gobierno que es el que permite que la decisión del individuo se lleve a cabo o no.
Pero es que, además, esa decisión del individuo puede estar viciada por el propio dolor. Quien ha sufrido una enfermedad grave sabe que hay momentos muy duros en la desdicha que pueden provocar una ceguera provocar una negrura total del ánimo. Pero también saben que ese momento de oscuridad puede pasar. ¿Y que hacemos con todos aquellos a los que matemos porque en un momento de desesperación puntual han decidido dejar de vivir? ¿Hará el Gobierno todopoderoso una ley que permita resucitar a nuestras familias?
Para rematar la faena, el Gobierno dice que será para los casos de enfermos muy graves, cuya recuperación es inviable. Sin embargo, ¿quién decide esa situación? Pues sí, el Gobierno, que ha conseguido, por fin, el baremo objetivo del dolor: el Zapaterómetro, un sistema infalible que decidirá si sufre más el comatoso que el tetrapléjico; el quemado que el sordomudo y ciego; o el infartado que el suicida sin trabajo cuya mujer le engaña con su mejor amigo. Pobrecitos, no se dan cuenta de que ese endiosamiento acabará como aquella reunión familiar en la que cada cual pedía de beber una cosa distinta hasta que el camarero se cansó y exclamó: Coca cola pa’ tos.
Lester Burham
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