Anoche tuve ocasión de asistir en un conocido Colegio Mayor de Madrid, a una conferencia sobre el cardenal Newman. El clérigo es el intelectual inglés cuya personalidad más me ha marcado, junto con Thomas Moro. Y ambos siguieron caminos ciertamente similares.
En efecto, los dos se criaron dentro de familias acomodadas (si bien la de John Henry Newman cayó en desgracia siendo él todavía joven). El padre de Moro era un prestigiosísimo abogado, profesión muy bien valorada en la época (si es que alguna vez lo ha estado). El de John Henry tenía un banco en la época en que los banqueros se estaban convirtiendo en la nueva aristocracia.
Ambos fueron hombres trabajadores que alcanzaron fama gracias a su prestigio profesional, alcanzando la más altas cotas de gloria humana, representadas en la concesión de Lord Canciller a Thomas y fellow de Oxford a Newman. En el ámbito político y en el académico, estos cargos eran fundamentales y tremendamente influyentes. Eran puestos de una gran responsabilidad al alcance de muy pocos y para alcanzarlos había que alcanzar un alto grado de inteligencia y poseer un gran racimo de virtudes humanas –empezando por la humildad- si no querías acabar siendo odiado y despreciado por tu altanería y soberbia.
Ambos fueron precisos estrategas políticos. La Utopía del mártir todavía es obra imprescindible de cualquier facultad de Políticas del mundo. Por su parte, la carta al Duque de Norfolk del cardenal ha sido reconocida por algún acérrimo comunista como el mejor tratado político escrito en inglés en los últimos siglos. Ambos eran ardientes patriotas con arraigados principios. Y la fidelidad a esos principios les granjeó muchos enemigos que les hicieron caer en desgracia.
Ahora, con la reciente beatificación del cardenal Newman, ambos tienen otra cosa en común: son venerados como ejemplo de vida. Con ingleses como estos tan sólo puedo quitarme el sombrero y gritar jubiloso: Dios bendiga Inglaterra (a pesar de los pesares).
Marty McFly
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